Largo y ancho (en centímetros),
frecuencia, cantidad, repetición, duración (en minutos y horas), rendimiento (performance general), y otras medidas
por el estilo son las protagonistas ineludibles de una conversación clásica
acerca de sexo entre dos varones. Usan términos como “matar”, “partir”,
“clavar” o “reventar” para referirse a un encuentro sexual. ¿Placer? No, no
suele frecuentar la charla.
La sexualidad ha estado directamente implicada desde mucho tiempo atrás
en la lista de las exigencias masculinas y, desde esta perspectiva, como un
aspecto ligado al poder y no al placer. Para los varones, el eje de toda
vivencia relacionada a lo sexual ha sido (y en muchos sentidos sigue siendo) un
fenómeno donde lo significativo es demostrar algo, ya sea potencia, destreza,
experiencia, fertilidad, etc. Queda así en un segundo plano la experiencia
interna del placer y el sentir. Tanto es así que son muchos (tal vez la mayoría)
los que todavía confunden eyaculación y orgasmo como si se tratara de un mismo
e indivisible fenómeno.
Partiendo del hecho de que el sexo masculino es, para muchos varones, un
pene y dos testículos, no es de extrañar que una percepción tan atomizada de la
propia sexualidad devenga en una atracción también fragmentada del complementario
y genere interés en ciertas “partes” de la mujer sin integración ni identidad.
A modo de ejemplo, si bien la pornografía esta hecha por y para varones (y sin
cuestionar aquí el lugar pasivo y humillante que se le da a la mujer), vale la
pena detenerse a pensar cuál es el lugar del varón en esas escenas; un lugar mecánico
y despersonalizado, además de violento y desapegado. Algo que una maquina bien
programada o un mono bien entrenado podrían hacer.
De esta manera aprendemos a priorizar lo mecánico sobre lo sensorial, a
controlar en vez de sentir, a repetir en vez de explorar y, por supuesto, a
culpar si algo no sale como se espera. A tal punto podemos llegar que distorsionamos
el registro de sensaciones, de modo que lo que creemos que es placer en
realidad es alivio.
Una prueba indiscutible de esto es que la gran panacea de la sexualidad
masculina moderna (el Viagra) nos promete resistencia y no placer, y es
ampliamente consumida por quienes no lo necesitan, esto es, varones entre 25 y
40 años.
El encuentro sexual se convierte en algo tan “penecéntrico” que la
penetración termina siendo lo único importante de un acto sexual. Los juegos
preliminares y posteriores son “agregados”, entretenidos en el mejor de los
casos, que requiere la mujer porque es “más lenta”. Como en aquella escena
donde Woody Allen, en la legendaria película “Todo lo que siempre quiso saber
sobre sexo y nunca se atrevió a preguntar”, repite la frase “excitare, excitare” como un mantra y toca
mecánicamente a la mujer, preparándola para el encuentro.
En este sentido, el entrenamiento viene de largo; ya en la primera
infancia los mensajes clásicos son que hay que ser macho y tenerlas bien
puestas. “Huevón”, “boludo”, “pelotudo” y otras delicadezas ya establecen la
vara con la que medimos a los varones ¡y a las mujeres!
Lo más preocupante es que este estado de cosas, que podría parecer un
problema de algunos dinosaurios que todavía no se han extinto, lo he escuchado
muchas veces de bocas veinteañeras llenas de angustia porque un par de veces
“no funcionó”, sin contar los trágicos casos de hombres jóvenes que murieron de
un infarto por tomar la pastilla azul.
Hay cosas que están cambiando y es reconfortante pensar que algunos
varones no se identifican hoy con esta nota, o al menos no con su totalidad. Pero
todavía tenemos tarea, porque estoy seguro de que a ninguno nos es ajena y que
sabemos de qué habla el texto.
Volver al principio, aunque difícil, es la única alternativa saludable en
el horizonte, reaprender el placer como un fin en sí mismo, desvincular la
sexualidad del poder y así volver a compartirla abiertamente, sin miedo; volver
a jugar en la cama (o donde queramos) y rendir examen sólo en la escuela.
Volver a habitar un cuerpo con millones de terminales nerviosas que
responden al roce, al aroma, al gusto, al sonido y a las formas y los colores;
y nos devuelven, si se lo permitimos, tal vez una de las experiencias más
bellas de sentirnos vivos, vibrar en nuestra vasta sexualidad.
Omar Bertocco
Lic. en Psicología
Psicoterapeuta integrativo